En agosto de 2017, la Casa Blanca abrió fuego por primera vez contra la estatal petrolera PDVSA a través de la Orden Ejecutiva 13808.
El instrumento vino a formalizar el cuadro de asedio que ya sufría la economía venezolana y las finanzas públicas desde los años 2015 y 2016, cuando el cierre de cuentas del Estado venezolano en el extranjero comenzaba a despuntar como el pilar operativo de una estrategia orientada a restringir las importaciones de Venezuela y aislar al país del comercio mundial.
Sobre el papel, esta Orden Ejecutiva se limitaba a restringir las operaciones financieras de la estatal petrolera, es decir, bloqueaba la compra y venta de bonos y las posibilidades de nuevo endeudamiento en el futuro. En medio de un ciclo de precios bajos del petróleo, esta restricción significaba que PDVSA no podía recurrir a fuentes de capital extranjero para la mejora de su infraestructura, incluyendo sus refinerías.
En enero de 2018, el Departamento de Estado celebraba que la estrategia de cerco financiero general, moldeada a partir del marco jurídico de la Orden Ejecutiva 13808, estaba siendo efectiva.
“La campaña de presión contra Venezuela está funcionando. Las sanciones financieras que hemos impuesto (…) han obligado al Gobierno a comenzar a caer en default, tanto en la deuda soberana como en la deuda de PDVSA, su compañía petrolera. Y lo que estamos viendo (…) es un colapso económico total en Venezuela. Entonces nuestra política funciona, nuestra estrategia funciona y la mantendremos”, afirmaba una comunicación del Departamento presentada bajo condición de anonimato. Luego fue borrado su registro en los medios de comunicación.
Pero en realidad la estrategia tiene una responsabilidad compartida. La coalición de partidos antichavistas, plegada a las directrices de Washington, impulsó las medidas de bloqueo aprovechando su posición de dirección en el Parlamento, destacando el año 2017, cuando el para entonces presidente Julio Borges, dedicaba la totalidad de su agenda a instigar la imposición de sanciones cada vez más férreas contra Venezuela.
Así, mientras Washington construía el marco jurídico para una guerra económica prolongada y que escalaría en función de la situación política, Julio Borges y los partidos opositores, por debajo, se encargaban de la gestión comunicacional de las medidas, incluyendo el respaldo institucional vía Asamblea Nacional.
Se trataba de proyectar que “los venezolanos en general” estaban pidiendo sanciones como un mecanismo de apoyo para la “restauración de la democracia”, y que la Administración Trump, al estar muy comprometida con los “nobles” ánimos de cambio político de la “sociedad”, entonces tomaba la vanguardia en la adopción de medidas de bloqueo económico.
Dos años después, esta narrativa ha perdido la capacidad para justificar el recrudecimiento de las sanciones; ya no hay “objetivos nobles”.
En todo 2018, la ruta hacia el colapso energético de Venezuela tomó forma de estrategia general abarcando la importación de alimentos y medicinas, las transacciones comerciales y financieras del Estado venezolano y a los proveedores de aditivos y químicos para la refinación de gasolina.
El despliegue frenético de sanciones contra decenas de funcionarios y las principales empresas, bancos e instituciones políticas del país forzaron, por un lado, el aislamiento comercial y financiero de Venezuela, y por otro, un daño reputacional que ahuyentaba las relaciones comerciales con empresas y países.
Pero la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente de Venezuela, investido de autoridad a través de un tuit de Donald Trump en enero de 2019, implicó un giro de 180 grados. Días después la estatal petrolera fue incluida como compañía designada por el Departamento del Tesoro, a través de la Orden Ejecutiva 13850, lo que de facto la bloqueó del mercado energético de Estados Unidos e interfirió negativamente en su red de compradores y proveedores a escala mundial.
A partir de ese momento, principios de 2019, comprar gasolina o aditivos para producirla en las refinerías venezolanas se convertía, para la estatal petrolera, en una operación cuesta arriba, complicada, ahora mediada por la triangulación y creación de nuevas redes de comercio para realizar las importaciones y así esquivar el sistema de vigilancia, casi militar, del Departamento del Tesoro.
Washington utilizó sus instrumentos de poder geopolítico para transformar las importaciones vitales del país (y de la industria petrolera que lo sostiene) en una especie de delito en el que incurrirían los países y empresas vinculadas. La narrativa del supuesto “Estado fallido” venezolano de los ciclos (armados) de cambio de régimen de 2014 y 2017, dio forma a las armas de destrucción teledirigidas en forma de sanciones que luego utilizaría Estados Unidos en contra del país.
La economía fue convertida en un campo de batalla central de la guerra no convencional, intermediado por lógicas de represión judicial y financiera que emanaban de 7 órdenes ejecutivas desplegadas a lo largo y ancho de los sectores estratégicos del país.
Entre abril y septiembre de 2019, y como respuesta al hundimiento de la imagen de Guaidó, el Departamento del Tesoro optó por un escalamiento y agregó a la lista OFAC a más de 30 buques y tanqueros de PDVSA (u operados por la estatal) encargados del transporte de petróleo, gasolina y derivados para su refinación.
Las medidas de la OFAC, ahora aplicadas sobra la flota de transporte de la industria petrolera, prohíben en principio la vinculación comercial o financiera de empresas y ciudadanos estadounidenses. Pero al tratarse de una jurisdicción de brazo largo, Estados Unidos ha rebasado las medidas de su ámbito territorial, presionando a terceros, sean gobiernos o empresas, para quebrar toda relación con Venezuela, en vista de que pueden verse afectados, multados o penalizados por el Departamento del Tesoro.
Esta globalización del bloqueo a Venezuela se oficializó el 5 de agosto con la Orden Ejecutiva 13884 que embargaba todos los activos venezolanos en Estados Unidos. Se confirmaba la irremediable pérdida de Citgo, la filial de PDVSA en EEUU, con la que el país pudo importar gasolina, repuestos claves y aditivos químicos para la industria en los primeros años de sanciones.
Esta orden ejecutiva facilitó las denominadas “sanciones secundarias” aplicadas a empresas fuera de la jurisdicción estadounidense y terceros países. El impacto se haría notar rápidamente.
Bloomberg informaba en septiembre que “Shipowners’ Club, proveedor de seguros para las compañías navieras internacionales, aconsejó a sus miembros tener precaución si se relacionan con Venezuela. El grupo dice que si un miembro es sancionado, se puede bloquear su propiedad y el club puede rescindir o suspender la cobertura del seguro”.
A la imposibilidad de contactar con navieras y contratar los seguros correspondientes para la exportación petrolera (base del 90% de los ingresos del país), se sumaban las complejidades operativas para conseguir gasolina.
Bloomberg reseñaba a finales del año pasado que “Antes de octubre, los buques en gran parte entregaban gasolina europea directamente a Venezuela sin escalas. Pero luego varios operadores, incluidas la filial de envíos de Exxon Mobil Corp SeaRiver y la china Unipec, dijeron que no fletarían embarcaciones que hubieran estado en Venezuela”.
“Si bien el suministro de gasolina no está afectado por las sanciones de EE.UU. específicamente, el país norteamericano ha dificultado la venta del combustible a Venezuela”, concluía el medio financiero estadounidense.
Empezó el año 2020 con la imagen de Guaidó disminuida y un clima de estabilidad política que luchaba por permear el escenario económico. La dificultad para importar derivados o gasolina directamente relatada por Bloomberg, obligo a una reorganización de la red de comercio en la que fue clave la petrolera rusa Rosneft.
En marzo, Washington respondió a este nuevo esquema castigando con sanciones a las filiales de Rosneft, Rosneft Trading (Suiza) y TNK Trading International, en un intento planificado de provocar un colapso del abastecimiento de gasolina del país. Las medidas ilegales contra las filiales rusas se fundamentada en la cooperación establecida con Venezuela para reanimar la venta de crudo e importación de gasolina que venía prohibiendo Estados Unidos desde 2017.
La portavoz de la cancillería rusa tiene razón al afirmar que Estados Unidos cree que Rusia y Venezuela son provincias estadounidenses donde la Casa Blanca puede ejercer un dominio legal.
El 8 de abril, la agencia Reuters relataba los impactos que estas medidas estaban teniendo sobre la disponibilidad de gasolina en Venezuela. “Desde finales de 2019, los funcionarios estadounidenses han pedido a la mayoría de los proveedores de combustible de Venezuela que eviten enviar gasolina a la nación afectada por la crisis. En la última ronda de llamadas a principios de marzo entre funcionarios estadounidenses y empresas petroleras, repitieron la prohibición, a pesar del empeoramiento de las condiciones humanitarias en el país, dijo una de las fuentes”, indicaba la agencia.
Reuters informó que la italiana Eni, la española Repsol y Reliance Industries de India continúan exportando gasolina a Venezuela, sin embargo, los funcionarios gringos citados por la agencia no estaban muy cómodos con los envíos y las relaciones con PDVSA. “Subrayaron el mensaje de que no hay gasolina como parte de los intercambios de petróleo”, remata Reuters haciendo ver que Washington se moviliza para cortar las líneas de suministro del país.
La segunda quincena de abril en Venezuela ha estado marcada por la cuarentena social ordenada por el Gobierno venezolano para aplanar la curva de contagio de la pandemia de Covid-19, pero también por la escasez de gasolina a raíz de las sanciones destructivas de Estados Unidos, que buscan apuntalar el golpe continuado.
Su onda expansiva ha obstaculizado la movilidad de alimentos, medicinas y bienes básicos del país, acelerando la inflación, las expectativas de parálisis económica (la sangre del dólar paralelo) y la caotización de la vida social y económica del país. A medida que aumenta la violencia de las sanciones, también lo hace la evidencia palmaria de que le hacen daño al país.
En octubre del año 2018, el ex embajador en Venezuela de Estados Unidos, William Brownfield, afirmaba en una entrevista: “si vamos a sancionar a PDVSA, tendrá un impacto al pueblo entero, al ciudadano común y corriente (…) en este momento la mejor solución sería acelerar el colapso aunque produzca un periodo de sufrimiento mayor por un periodo de meses o quizás años”.
Es todo, su señoría.