La clase política colombiana teme perder la presidencia en las próximas elecciones y, un poco a la carrera, intenta ganar tiempo para impedirlo. La garantía de su permanencia en el poder el último siglo ha sido su ya tradicional uso de la violencia política, traducido en genocidio del pueblo colombiano, desplazamientos forzados, desapariciones y torturas, pero esta vez nada de eso parece bastar.
El año 2020 en Colombia cerró con el asesinato de 310 líderes y lideresas sociales, 12 personas que eran sus familiares, 64 excombatientes firmantes del acuerdo de paz de 2016 y 91 masacres, una de ellas cometida en plena Bogotá para reprimir las masivas protestas populares de septiembre del año pasado y 90 eventos masivos de desplazamiento forzado.
Pero también cerró con mucha resistencia popular desde los territorios en medio de la pandemia. Una gran minga indígena y popular que recorrió el país, una nueva convocatoria a paro, protestas estudiantiles por la matrícula cero y las grandes protestas populares de septiembre de 2020 contra la represión, que tuvieron epicentro en la capital. Por lo que la efectividad del modelo de violencia militar y paramilitar parece estar disminuyendo a pesar de su intensidad.
A esto hay que agregar la creciente impopularidad de Álvaro Uribe Vélez y la convocatoria a un "Pacto Histórico" de las fuerzas progresistas y de izquierda para enfrentar al uribismo en 2022.
Sume a este coctel la permanente presión estadounidense para usar a Colombia como cabeza de playa de sus acciones político-militares en la región y se entenderá la desesperación de la clase política colombiana que la semana pasada le condujo, por ejemplo, a un fracasado experimento de una nueva modalidad de lawfare.
El proyecto de ley que se hundió la semana pasada en Colombia
La Constitución vigente en Colombia es el producto de una Asamblea Nacional Constituyente que se logró desde las calles del país en 1991 y constituyó un avance legal en el que, de todos modos, no dejaron de filtrarse las reformas neoliberales del momento, pero que también contemplaba algunos cambios políticos favorables a los intereses populares.
Quizás por esto último ha sufrido nada menos que 55 reformas desde que entró en vigencia. Una de esas reformas, por ejemplo, fue la que dio a Álvaro Uribe Vélez la posibilidad de reelegirse, mediante un acto legislativo que incluyó un escándalo de compra de votos de congresistas conocido como "yidispolítica", con el que se reformó el artículo 197 permitiendo así la reelección inmediata. Este artículo fue nuevamente reformado por el Congreso con el apoyo del gobierno de Juan Manuel Santos para volver a prohibir la reelección presidencial, obviamente, luego de que el propio Santos comenzara su segundo período.
Así, luego de muchos rumores, al fin se conoció la semana pasada un proyecto de ley firmado por representantes del Congreso colombiano, en el cual, con la justificación de responder a la crisis económica generada por la pandemia, se planteaba extender dos años más el periodo presidencial para hacerlo coincidir con las próximas elecciones de alcaldías y gobernaciones. También se planteaba alargar sus propios períodos como congresistas, entre otras varias reformas menos importantes, pero también dignas de análisis.
Este proyecto iba acompañado por la firma de representantes de la Cámara cuyos nombres resultan poco conocidos, pero que pertenecen a las bancadas de los partidos que concentran actualmente al establecimiento colombiano: Centro Democrático, Cambio Radical, Partido Liberal, Partido Conservador, Mira e incluso del Partido de la U, que se dice opositor al gobierno actual.
No tardó en levantarse un escándalo en los medios que rápidamente empezó a pulular en las calles, calificando a este proyecto como lo que realmente era, un intento de golpe de Estado disfrazado de legalidad que aplazaría la derrota electoral que se prevé tendrá el uribismo en las próximas elecciones legislativas y presidenciales de 2022, porque esa pérdida implicaría grandes riesgos para todo la clase política tradicional colombiana, ya que podría abrir espacio a fuerzas alternativas de centro e izquierda.
Dada la fuerte reacción popular que comenzó a sentirse y el escándalo desatado en el Senado, Iván Duque, Álvaro Uribe y las bancadas de los partidos firmantes, reaccionaron tardíamente para declarar públicamente su desacuerdo con la propuesta. Una vez emitidas esas declaraciones, las firmas comenzaron a retirarse del documento que había sido radicado el día anterior ante la Cámara de Representantes, por lo que no alcanzó ya el mínimo de firmas necesario y "aquí no ha pasado nada".
Aunque no es la primera vez que se propone alargar la permanencia del gobierno uribista, el aborto de lo que a primera vista luce como un globo de ensayo, ha desnudado una vez más el temor que tiene la oligarquía colombiana y ha dejado encendidas las alarmas en la opinión pública.
Del uribismo sin Uribe a la pérdida del poder ejecutivo
La doctrina que requería deslastrarse de su propio padre para seguir viviendo parece irremediablemente hundirse a pesar de la renuncia de Uribe al Senado y la disminución de sus apariciones públicas.
Desde lo legal, el cerco alrededor de Uribe no pasa solo por el caso en su contra por manipulación de testigos y fraude procesal -del que nuevamente podría salir impune el próximo 6 de abril, cuando el juzgado defina si acepta o no la petición de la Fiscalía de archivar la investigación en su contra por este delito-, sino que además continúan avanzando en su entorno el caso contra su abogado Diego Cadenas y el de su propio hermano Santiago Uribe, acusado de formar el grupo paramilitar "Los 12 apóstoles" y cometer asesinato.
Más allá del fraudulento sistema electoral colombiano, el rechazo a la figura de Álvaro Uribe Vélez, sobre todo entre la juventud colombiana, se hizo evidente en las pasadas elecciones de 2018 y no ha parado de crecer. Las elecciones regionales de 2019 fueron un adelanto del inicio de la derrota electoral que se avecina.
Además, el desacertado cierre de filas del uribismo con Trump en la pasada campaña presidencial estadounidense se suma a que, como señalamos en un artículo anterior:
"Uribe es una papa caliente también para los Estados Unidos, porque sus vínculos con el narcotráfico y su evidente vinculación a terribles violaciones de derechos humanos causan ruido en algunos sectores de la política estadounidense".
Como si todo esto fuera poco, sus imposiciones autocráticas llevaron al desconocido Iván Duque a la presidencia de Colombia cuya desaprobación ronda el 63% y hoy es otro lastre para el uribismo.
A pesar de que sus intenciones continúan intactas, el uribismo ha dejado de ser la carta más útil en Colombia para la Casa Blanca y también para la propia clase política colombiana que ha sabido sacar provecho de esta doctrina de la derecha del siglo XXI.
Muestra de esto es que líderes tradicionalmente vinculados a Uribe han comenzado a reunirse por su cuenta. El Partido de la U de Juan Manuel Santos parece estarse diluyendo en otros partidos también para romper con el recuerdo de sus orígenes uribistas, y otros sectores de la derecha colombiana parecen estar buscando desesperadamente candidaturas sin Uribe, que puedan salvarles de la inminente debacle electoral que esperan en las elecciones legislativas y presidenciales de 2022, porque muy probablemente ese grave revés electoral termine por arrastrar a buena parte de la clase política tradicional.
En la búsqueda del tiempo que les permita reacomodarse para evitar lo que sería un cambio peligroso para su hegemonía en las relaciones de fuerzas políticas, el escalamiento del conflicto armado interno y el involucramiento en una guerra con Venezuela siguen siendo peligrosas cartas bajo la manga de la oligarquía colombiana, sabe que la violencia ha sido su principal garantía de permanencia en el poder y con ella reiteraría su voluntad de subordinar los intereses de Colombia a los de Estados Unidos para congraciarse con la nueva gestión de la Casa Blanca, cuya pasión por la guerra ha vuelto a desatarse.