El teórico ruso y líder de la revolución bolchevique Vladímir Ilich Uliánov, mejor conocido como Lenin, en una de sus frases más recordadas dijo: "Hay décadas en las que no pasa nada, y hay semanas en las que pasan décadas".
Tras la victoria electoral de Gustavo Petro en junio de este año, lo dicho por Lenin se acerca bastante a lo que viene ocurriendo en términos de la recomposición de las relaciones diplomáticas y económicas entre Venezuela y Colombia, donde la llegada del presidente colombiano hace par de días a Caracas para sostener un encuentro oficial con su homólogo venezolano, Nicolás Maduro, representa el hecho decisivo, formal, del reinicio de la cooperación binacional.
Un dato cronológico permite ubicar la importancia del encuentro en un marco temporal. En marzo de 2013, el presidente Juan Manuel Santos viajó hasta Caracas para asistir al funeral del presidente Hugo Chávez, siendo recibido por el mismo Maduro. Luego, en 2016, el presidente Maduro y Santos sostuvieron una reunión privada en la ciudad de Puerto Ordaz, en la que abordaron diversos asuntos de la relación bilateral.
Desde ese entonces, ningún jefe de gobierno del país vecino había arribado a Caracas para reunirse con el presidente venezolano, y mucho menos con el Palacio de Miraflores como paisaje de fondo. Es decir, hablamos de un arco de seis años de distanciamiento marcado por la confrontación y la destrucción progresiva de los vínculos comerciales, económicos y diplomáticos entre ambas naciones, que Petro revirtió con su visita a Caracas.
La estrategia de choque y asedio que Santos prefiguró al final de su mandato y que luego el gobierno de Iván Duque recrudeció al extremo, participando en operaciones de perfil paramilitar con el propósito de derrocar a Maduro y reconociendo, en 2019, al gobierno fake encabezado por Juan Guaidó, en comunión con los intereses geoestratégicos estadounidenses, sin lugar a dudas constituyó un atentado contra la razón de Estado básica de coexistencia pacífica y preservación de la paz que debe imperar entre dos países que comparten una extensa frontera territorial de 2 mil 200 kilómetros, un flujo migratorio pendular y desafíos conjuntos en el área de seguridad.
Aun con las evidentes diferencias que existen en la composición histórico-social de Europa del Este y Suramérica, la guerra en Ucrania es bastante ilustrativa de cómo la instrumentalización outsourcing, por delegación, de un Estado contra otro, el caso de Rusia, con el cual se comparten lazos comunes de historia, geografía y cultura, puede tener consecuencias devastadoras.
En lo que corresponde a la línea maestra de la operación de cambio de régimen contra Venezuela, mediante el uso tercerizado de Colombia a modo de pivote de la guerra híbrida, puede decirse que tuvo atributos del modelaje de la ofensiva en Ucrania: originar una fractura histórica de los vínculos territoriales y afectivos de una patria común, como paso previo para una guerra de desangramiento donde el único beneficiario sería, ¡oh sorpresa!, Estados Unidos.
Este tipo de estrategia fue preconizada por el teórico de la escuela del realismo ofensivo, John J. Mearsheimer, en su obra The Tragedy of Great Power Politics. Le dio el nombre de "Bait and bleed", en la cual dos Estados degradan sus recursos militares, económicos y sociales de manera prolongada mientras el Estado patrocinante del conflicto aprovecha las consecuencias para reforzar su diseño geopolítico.
A su propio modo, y en sus propias circunstancias, la población de la frontera binacional fue la víctima principal del vacío estatal derivado de la agenda de conflicto antagónico del uribismo contra Venezuela. Y es que la pérdida de las líneas de contacto y cooperación durante tantos años, provocó que ese vacío de instituciones y ordenamiento interestatal de una amplia región interconectada por el comercio y migración, fuese llenado por un ecosistema de economías criminales, cuyo eje de gravitación está en torno al narcotráfico y al paramilitarismo.
El saldo de precarización, flujos humanos controlados por estructuras mafiosas, economías deprimidas a ambos lados de la frontera y la penetración de grupos irregulares con una clara voluntad de apropiación y dominio territorial, quedará en el registro histórico de cómo la colisión planificada de dos países fronterizos puede traer resultados catastróficos.
Además, el derrotero de una guerra de baja intensidad programada con estas finalidades está enmarcado en el aparato intelectual de los mandos militares y de inteligencia estadounidenses. Como destaca el teórico ruso-estadounidense Andrew Korybko, una de las voces más autorizadas para hablar de las nuevas guerras del siglo XXI, en su libro Guerras Híbridas. Revoluciones de colores y guerra no convencional, el uso planificado de esta modalidad irrestricta de enfrentamiento y desestabilización lleva consigo una lógica predatoria que abarca a los países adyacentes, lo que incluye sus recursos naturales, economías y dinámicas en sociedad.
En vista de este panorama, el encuentro entre Maduro y Petro adquiere un significado simbólico de importancia, ya que implica desacoplar oficialmente a Colombia del rol asignado por Washington como ariete geopolítico contra Venezuela en los últimos años. El presidente colombiano, al dar su primer paso en suelo venezolano, envió un mensaje de independencia de su política exterior a Estados Unidos, confirmando la voluntad de reconstruir relaciones constructivas y de beneficio mutuo.
Esto no quiere decir que Colombia tendrá una relación conflictiva con Washington; más bien recalibra su posición política y diplomática en la región favorable a una actitud (y aptitud) de relaciones pragmáticas.
La paz de Colombia es la paz de Venezuela, por @ernesto_cazal https://t.co/tlA2ljPfGZ pic.twitter.com/1vIX9gqChX
— MV (@Mision_Verdad) April 7, 2021
La visita del mandatario, además, implica una reversión estructural del legado de conflicto y pugna antagónica del uribismo. Y, en ese sentido, este primer encuentro inaugura una nueva etapa de cooperación binacional, basado en el respeto y la diplomacia, pero que no es equiparable a los avances logrados con Santos una vez derrotó a Uribe en las urnas en 2010.
A diferencia del tiempo de normalización de relaciones durante el gobierno de Santos, Petro sugiere la voluntad de convertirse junto a Venezuela en un polo dinámico de integración suramericana, donde pueda triangularse un replanteamiento de la Comunidad Andina de Naciones (CAN), la revitalización de la Unión de Naciones Sureamericanas (UNASUR), cuando Lula tome el mando oficialmente en Brasil, con el despegue definitivo de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), donde Venezuela conserva liderazgo e influencia en la órbita caribeña.
En este sentido, el encuentro tiene una indudable connotación histórica y política, puesto que se da las primeras señales de un acercamiento de posiciones dentro de un marco común de prioridades sobre la integración que permitiría encarar el tablero latinoamericano bajo una modalidad de coparticipación, aprovechando el viento de cola que otorga el desplazamiento regional hacia opciones de izquierda.
Esta característica, sobre todas las demás que se desprenden del encuentro, es inédita en cuanto a la historia latinoamericana reciente, ya que Colombia quedó por fuera de la "primera ola progresista", y su papel en la actual apenas está empezando a desarrollarse. Pero es vital aceptar que se ha empezado con buen pie: Petro le ha dado prioridad a su relación con Venezuela y le ha dado a Maduro el lugar de presidente legítimo dentro de sus primeras actividades de política exterior, lo que indica un movimiento enfocado no solo a la reparación de las relaciones, sino de contribuir a una normalización de la presencia de Maduro en la red de instituciones y organismos del sistema internacional, cuyo avance más importante fue su asistencia a la última cumbre de la CELAC en México.
La invitación, ya aceptada, de que el presidente Maduro participe en la mediación entre el gobierno colombiano y el Ejército de Liberación Nacional (ELN), se enmarca en esta intención.
Por otro lado, la visita de Petro lleva implícito un cambio gradual de mirada geoestratégica, o al menos el inicio de una modificación de la ubicación de Colombia en el tablero geopolítico. El encuentro con Maduro parece circunscribirse en una contestación parcial a la alineación exclusivamente atlantista, proestadounidense, que ha sostenido históricamente la política exterior del país vecino, y apunta a delimitar, del lado de Colombia, un nuevo margen de actividad diplomática centrado en la región, donde es vital el reconocimiento de la estatura geopolítica de Venezuela.
Un aspecto importante a tener en cuenta es cómo Petro ha puesto la cooperación pragmática por encima de lo ideológico, otorgándole un peso decisivo a la normalización de las relaciones consulares, diplomáticas y a la reactivación del comercio y a la reorganización del flujo migratorio.
Esto quedo plasmado en la Declaración Conjunta firmada por ambos presidentes, en la cual se establece una hoja de ruta estable para avanzar en el impulso de la relaciones, bajo un parámetro incremental de reparación e impulso de la cooperación binacional.
Más allá del relato romantizador tan habitual en este tipo de eventos, sí es cierto que el encuentro tiene una carga histórica derivada del legado bolivariano que constituye el nudo crítico de los lazos sociales y culturales entre ambos países.
Esto quedó enmarcado en la Declaración, donde se afirma que: "Somos lo mismo, estamos mezclados por la historia, por una raíz común, estamos mezclados por la sangre. Por tanto, separar las naciones se convierte realmente en una aventura suicida".
Visto desde esta perspectiva, el encuentro entre ambos presidentes parte de la concepción de que el destino de Colombia y Venezuela tienen una relación de dependencia mutua, lo cual implica un quiebre simbólico con respecto a un uribismo movilizado durante años para fracturar justamente esa realidad histórica.
El rasgo bolivariano de la visita de Petro, en definitiva, no pasa por las menciones vacías a la hermandad y la unidad cultural, sino por el mismo corazón de la doctrina del Libertador, que entendía a Nueva Granada como una base material para la configuración de un nuevo orden geopolítico debido a sus atributos económicos, geográficos y territoriales.
En la Carta de Jamaica, Bolívar expresa que "La Nueva Granada, que es, por decirlo así, el corazon de America" y su "posicion, á un que desconocida, es mas ventajosa por todos respectos. Su acceso es facil, y su situacion tan fuerte, que puede hacerse inespugnable. Posee un clima puro y saludable, un territorio tan propio para la agricultura como para la cria de ganados, y una grande abundancia de Maderas de construcción".
Aunque los reordenamientos geopolíticos, institucionales y jurídicos han cambiado la realidad política que pergeñó las primeras repúblicas independientes del siglo XIX, la composición material de Colombia reseñada por Bolívar sigue presente y, en un contexto contractivo de la economía mundial y de disputa por las materias primas encabezada por las grandes potencias capitalistas, un encuentro presidencial que ha puesto en el primer plano la voluntad de complementariedad y las prioridades comunes de urgencia, tiene una connotación histórica para el abordaje de las materias pendientes y la configuración de condiciones para ampliar el margen de maniobra en defensa de la soberanía y el bienestar material de ambos países, en vista de los vastos recursos que pueden engranarse a largo plazo.