En el año 2019 fuimos empujados al borde de un abismo donde nadie quería estar –o casi nadie, porque siempre hay algún loco o algún idiota por ahí–. En 2019, una banda de psicópatas aspirantes a dirigir una franquicia paramilitar uribista en Venezuela decidieron que lo mejor para ellos era destruir el país a bombazos gringos, y si eso no se lograba, bueno, destruirlo a punta de "sanciones", que no es tan sangriento como preferían ellos, pero matan y causan mucho sufrimiento también.
Los venezolanos, todos, chavistas, opositores y ni nis, comprobamos algo que era obvio y muchos se negaban a ver: que navegamos en el mismo barco, y que si este se hunde, no se hundiría la parte que no te gusta nada más; que aquí tenemos que remar todos juntos y que, al final de los finales, la mayoría de nosotros tenemos a grandes rasgos los mismos objetivos: vivir tranquilos, trabajar, criar a nuestros hijos y dejarles un país bueno donde ellos puedan vivir en paz. Eso, más o menos.
A comienzo de 2019, después del nefasto y fallido intento de invasión disfrazado de concierto humanitario en Cúcuta, después de decenas de amenazantes declaraciones de los más brutales y brutos halcones de la guerra, después de decenas de noches besando a mis hijas antes de dormir creyendo que quizá habíamos vivido ese día nuestro último día de paz... Después de tanta angustia, mi cuerpo colapsó y mis nervios también.
Amanecí un día con un dolor de espalda tan fuerte que no podía caminar, una contracción muscular hacía que mi columna vertebral pareciera una "S". Torcida, adolorida, no hacía más que llorar. Torcida, adolorida, llorona, llamé a una amiga médico. Me dijo que fuera a su consulta y fui. Llegué a duras penas, torcida. Toqué su puerta y ella abrió. Fue como abrir un espejo: ella, mi amiga doctora, estaba igual de torcida que yo. Ella inclinada a la derecha y a la izquierda inclinada yo.
Nada nos une más a los venezolanos que nuestros deseos de paz
Nos vimos y nos reconocimos en la misma angustia. Nos abrazamos durísimo y la consulta médica se convirtió en el encuentro de dos mujeres, dos mamás, puestas frente al abismo del fin de la paz, el abismo de la guerra. Las dos desveladas pensando en un mañana incendiado, en nuestras casas, nuestras matas, nuestros gatos, nuestros perros... ¡nuestras hijas! La suya y la menor de las mías que son amigas del alma. Ella y yo, amigas del alma también. Ella con su gorra caprilera en su escritorio, y yo con mi corazón chavista. Las dos ahí con los ojos llenos de lágrimas coincidiendo en casi todo, en todo lo importante coincidiendo. Ese día nos hicimos más amigas aún.
Como nosotras, tantísima gente sintiendo amenazada toda la vida que durante años intentaron construir, y están construyendo. En Margarita surgieron grupos de personas que se unieron para, desde sus distintos sectores, promover la paz y la estabilidad. Entre ellos un grupo de empresarios locales que se vieron desterrados, empezando lejos lo que aquí tenían consolidado. Se vieron en el anonimato que impone de la migración, se vieron siendo nadies con dinero y confirmaron que no quieren estar en ningún lugar que no sea aquí donde están.
Ponernos al borde del abismo de la invasión militar, además de un acto criminal de traición a la Patria, fue una enorme torpeza. A todos los pasó la vida por delante y la vida que rememoramos en la angustia de perderla era buena, generosa, cálida... Fue como una especie de "nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde" antes de perderlo. Supimos que no queríamos perdernos en el miedo, el humo, la sangre.
Mientras más insistían desde que la opción sobre la mesa era la intervención militar, menos puntos se anotaban los promotores de la guerra. Y más nos encontrábamos los venezolanos en lo que tenemos en común, en lo que nos une, y nada nos unió más que nuestro deseo de paz.