Hablar de fascismo, en nuestro país y desde el ascenso público del Comandante Chávez, se refiere a rasgos discursivos y conductuales que históricamente han estado ligados a las estrategias de golpe y a las tácticas de choque usadas a partir de 2002 por los factores que han insistido en el cambio de régimen.
El fascismo, aquí, se identifica con el uso de la violencia —mercenaria, criminal, de color— como método de desestabilización política, el exterminio del otro como estado de tensión psicosocial y práctica ocasional, el desconocimiento de las instituciones venezolanas como juego de suma cero, el reclamo imperial de intervención militar, el sentimiento hiperreligioso a favor del sistema capitalista en su fase neoliberal, la adopción de una postura geopolítica y civilizatoria respectivamente proestadounidense y prooccidental.
Todas estas variables son verificables en el discurso y la praxis de una parte importante de la dirigencia opositora y de cierta, aunque minúscula, base social de sus seguidores, sobre todo las que han protagonizado las jornadas golpistas de 2014, 2017, 2019 y 2024. En todas ellas, María Corina Machado ha tenido un papel estelar.
El fascismo de ayer y de hoy
De modo que, así como "cada época tiene su fascismo", afirmación del escritor italiano Primo Levi —judío sobreviviente del campo de concentración Auschwitz Monowitz—, así también cada experiencia nacional o regional tiene el suyo. Tanto la geopolítica como las condiciones sociales, el tiempo histórico y las tecnologías del momento influyen, esculpiendo con rasgos específicos el fascismo de tal o cual latitud.
Con los totalitarismos expansionistas de Adolf Hitler y Benito Mussolini se establecieron los parámetros ideológicos y morales de un campo político que había industrializado el crimen racial, basado en los sentimientos de rabia, revancha y resentimiento acumulados durante décadas aguas abajo por los pueblos europeos. Y asimismo de una estructura jurídica-gubernamental de la que el Tercer Reich consiguió inspiración en las leyes raciales de Jim Crow en Estados Unidos y en la división geopolítica del Raj británico en la India. Posteriormente, el nazismo y el fascismo se convirtieron en símbolos de lo políticamente incorrecto, merecedores del destierro y de la proscripción, cuyos orígenes —la barbarie colonialista occidental, diría el poeta martiniqueño Aimé Césaire— se mantienen en la opacidad analítica para usarlos de comodines retóricos y etiquetas acomodaticias desde el flanco liberal.
Pero con el pasar de las décadas, y con especial impulso desde el Mayo Francés en 1968, el término "fascista" se generalizó para caracterizar el totalitarismo agresivo de las tecnologías del poder liberal. Los cambios sociales producidos por la transición económica del fordismo al posfordismo durante la segunda mitad del siglo XX estaban siendo analizados desde esa perspectiva por Guy Debord, Michel Foucault, Gilles Deleuze y Félix Guattari, por nombrar a los filósofos y teóricos franceses más influyentes de esa época, quienes manifestaron que la sociedad del consumo y el espectáculo había triunfado en un mundo cada vez más complejo e interconectado.
Pier Paolo Pasolini, en sus columnas analíticas en el Corriere della Sera durante la década de 1970, llegó a esbozar una crítica en tiempo real del consumismo hedonista que estaba imponiéndose en Italia, proceso liderado por un poder cuyos rostros eran transnacionales y que no dudó en calificar como "una forma fatal del fascismo" por el hecho de que su pragmatismo tiene solo un fin: "La reorganización y la homologación brutalmente totalitaria del mundo".
En esta misma línea de investigación, el sociólogo portugués Boaventura de Sousa Santos ha venido construyendo una categoría de fascismo ("fascismo social") que integra el totalitarismo del mercado y los dispositivos económicos del neoliberalismo con las consecuencias sociales (miseria y exclusión) en sistemas democráticos liberales. En definitiva, un régimen social y civilizatorio con diferentes formas de sociabilidad que apunta hacia un mismo objetivo: "La completa rendición de la democracia ante las necesidades de acumulación del capitalismo".
Esta visión enfatiza que el fascismo ya no es característico y detentorio de un Estado —à la Mussolini— sino de ciertas formas en que se desarrolla una sociedad. Sin embargo, de Sousa Santos ya actualizó su análisis, las instituciones estatales juegan un papel crucial, sea por omisión o por coacción: "El fascismo de nuestra época presenta las siguientes caras: neodarwinismo social, religión política, extrema derecha tradicional, guerra jurídica, individualismo acidioso. Cualquiera de ellas es compatible con la democracia, siempre y cuando esta no sea mucho más que un juego de apariencias".
La historia y evolución del manido vocablo en cuestión es mucho más compleja de lo que pueden abarcar estas pocas y concentradas líneas; importante es recalcar que el fascismo de ayer no es el mismo de hoy, si bien comparten raíces comunes en tanto engendro de la modernidad capitalista y dispositivo totalitario. El académico portugués escribe: "¿Cuál es el fascismo de nuestra época? Defino fascismo como la condición sociopolítica de concentración de capital que, sin control democrático, legitima la total indiferencia por la humanidad del otro. El fascismo, por tanto, es un fenómeno propio de las sociedades capitalistas".
A esta diferenciación entre el ayer y el hoy se tiene que añadir que el fascismo se debe entender actualmente como una práctica social, ideológicamente contradictoria —sin postulados definidos— y permeada a lo largo y ancho del campo psico-somático de la sociedad global.
Pero que también el fascismo nace en los límites —o en el corazón— del liberalismo, allí donde la primacía del mercado capitalista es absoluta soberana.
Las nuevas derechas... y Venezuela
Bajo este planteamiento, sistémico si se quiere, podemos comprender el auge de nuevas corrientes de la derecha, algunas herederas del nazismo y el fascismo históricos, otras de vertientes de extrema derecha o libertarias que durante el siglo XX fueron marginadas por el orden liberal.
La expansión de las ideologías derechistas del siglo XXI ha logrado encontrar importantes nichos societarios en todos los rincones del mundo, se han adaptado a la emergencia de los tiempos actuales y han conseguido el poder estatal en países importantes de América, Europa y Asia. Llama la atención que entre ellas hay convergencias, pero también discordancias programáticas, ideológicas, discursivas. No son un movimiento homogéneo.
En Estados Unidos, por ejemplo, los libertarios y liberales conservadores tienen ascendencia sobre el trumpismo, así como los neoconservadores y halcones liberales sobre los partidos Republicano y Demócrata. Otros grupos como los neorreaccionarios no tienen cabida en el mainstream ideológico del Norte, pero sus capitales invertidos en Washington, D.C. —Peter Thiel, fundador de PayPal y gurú de Silicon Valley, es uno de los inversores políticos y tecnológicos más importantes— aseguran espacios de influjo en la Casa Blanca y el Congreso.
Jair Bolsonaro, insignia de una tradicional extrema derecha brasileña con condimentos ideológicos suministrados por el finado Olavo de Carvalho, y Javier Milei, autocalificado liberal y libertario, son otra muestra de que las corrientes derechistas de este siglo pugnan por los espacios políticos con un lenguaje y estilo populista; con preferencia por la "batalla cultural" —sexualidad y género, individuo vs. sociedad, libertad vs. "comunismo", etcétera— por sobre —aunque sin estar exento de— la temática racial, nacional y étnica; y usan las nuevas tecnologías a favor de su propaganda.
Nacen en un contexto donde ya no se exacerba la animosidad fascista de los futuristas italianos, la agresividad viril y la velocidad tecnológica, sino en una época signada, por un lado, por la depresión económica y, por ende, psíquica de las grandes mayorías en el planeta; y, por el otro, por la ira y el resentimiento social producto de un sistema totalitariamente liberal y global que puso en el centro de sus intereses la circulación, compra y venta de mercancías y la acumulación capitalista, mientras el ser humano quedaba desplazado a las sobras de dicha dinámica.
El fascismo contemporáneo se enriquece de esto y apalanca su agresividad a través de los diferentes partidos y movimientos de las extremas derechas actuales que lo reconocen como una práctica social.
La simpatía de María Corina Machado por las formas de Milei hablan de su filiación ideológica, aunque provengan de clases y escuelas distintas. En ella caben las ideas del liberalismo económico —privatización de bienes públicos, capitalismo laissez faire— y la participación pasiva o disminuida del Estado en la sociedad, pero también el verbo populista y la voluntad de destruir al contrario. Son rasgos definitorios de sus personalidades ya que basculan entre el fascismo contemporáneo, del que poco o nada mencionan, y el liberalismo neoclásico que dicen admirar.
Pero es cierto que las expresiones de fascismo más contundentes se encuentran en las sociedades donde impera el orden liberal (Norteamérica y Europa), o en grupos políticos que se identifican ideológicamente con el liberalismo y vindican la violencia como herramienta de exterminio social, tal cual lo ha hecho la extrema derecha venezolana en tiempos chavistas.
Así como también es cierto que las nuevas derechas responden a la desestabilización social del capitalismo tardío, su origen es el descontento sistémico, sin embargo, son tendencias que no proponen alternativas sino reformas a la hegemonía capitalista. Plantean una forma de gobierno o transformación gubernamental de acuerdo con los intereses ideológicos —los libertarios un Estado mínimo y desregulador; los neorreaccionarios un Estado-empresa gobernado por un CEO— y nunca la superación del modelo civilizatorio imperante.
El fascismo de Machado navega en estas coordenadas ideológicas que combinan el culto liberal y los usos destructivos de la violencia política, todo para que la hija mimada de Corina Parisca Pérez intente cabalgar sobre el caos, y la desestabilización, hacia Miraflores. ¿Acaso es viable para Venezuela que las prácticas fascistas se instalen desde el gobierno y el Estado, en un país que históricamente las ha rechazado, e incluso discute su impugnabilidad? Cabe preguntarse aun cuando la respuesta sea evidente.