El bestial asesinato de un afroamericano por parte de la policía en Mineápolis ha provocado la amenaza del presidente Donald Trump de sacar las tropas militares a las calles en las ciudades estadounidenses, no porque esto signifique revertir de algún modo la violencia generalizada de las fuerzas policiales contra los civiles, en especial con los estratos sociales más bajos y las “minorías raciales”.
Al contrario: bajo el amparo de la Ley de Insurrección de 1807, Trump pretende desplegar al ejército para reprimir a los manifestantes que se mantienen en las calles desde hace más de una semana. El Pentágono ha reaccionado en contra de esta medida, pero Trump insiste en ejecutarla.
Aunque estas protestas y disturbios no tienen su origen exclusivo en las discriminaciones contra la comunidad negra en los Estados Unidos, la respuesta militar desproporcionada del gobierno federal no es un hecho aislado.
Las “guerras interminables” de Washington en Medio Oriente, enmarcadas en los planes de remodelar la región a favor de sus intereses con la excusa de la “lucha contra el terrorismo” luego del 11 de septiembre de 2001, han sido determinantes en la crisis social y económica que padece la población del país.
Militarización de la policía estadounidense
“Muchos estadounidenses se enteraron por primera vez del Programa 1033 en 2014, cuando tanto las protestas pacíficas como los disturbios destructivos estallaron en Ferguson, Missouri, tras el fatal tiroteo policial de Michael Brown”, dice Bonnie Kristian, en un artículo escrito en Responsible Statecraft, una publicación del Quincy Institute for Responsible Statecraft.
Este programa del Departamento de Defensa le proporciona armamento de guerra a los oficiales de seguridad: “bayonetas, rifles automáticos y lanzagranadas, así como municiones, chalecos antibalas, robots, embarcaciones y aviones, incluidos los aviones teledirigidos de vigilancia”.
Merece especial atención, señala la periodista Bonnie Kristian, el uso creciente e invasivo del estado de vigilancia permanente, hoy expresado en el uso de inteligencia policial para detectar y aplacar las protestas con sofisticadas tecnologías de recolección de datos.
Pero más allá del arsenal de guerra (excedente de las invasiones militares en Afganistán, Irak o Siria), o de los instrumentos de espionaje que llegan a manos de los oficiales, es necesario observar la cultura de represión que se ha ido forjando en las academias policiales, muy a tono con la visión de política exterior concebida en la Casa Blanca.
Apenas dan una señal de amenazar al establishment estadounidense, la población civil se convierte en una amenaza para la seguridad nacional.
No se ve en las calles una denuncia clara a la visión imperialista de Estados Unidos o a los conflictos desatados en el extranjero, que al final son causantes de la decadencia interna.
Más bien, el caos y los disturbios parecen una respuesta visceral al deterioro social y económico de un país dirigido por una élite bipartidista que está más ocupada intentando sostener el poderío hegemónico en el mundo, financiando costosos ejércitos y cientos de bases militares, en un estado de guerra perpetua.
Siendo considerada una “amenaza” la población en Estados Unidos, recibe el mismo tratamiento que se les da a las naciones que obstaculizan la hegemonía gringa.
Y en ese escenario, los departamentos de policía están entrenados para comportarse como una fuerza de ocupación. “Si los oficiales son soldados, se deduce que los barrios que patrullan son campos de batalla. Y si están trabajando en los campos de batalla, se deduce que la población es el enemigo”, reflexionaba el escritor de The Concourse, Greg Howard, durante las manifestaciones de Ferguson en 2014, y que es citado por Kristian.
Gastos militares y la deuda con los residentes
George Floyd estaba desempleado cuando fue capturado y asesinado por los agentes al recibir una denuncia en su contra por falsificación de un billete de 20 dólares. Floyd también estaba contagiado de coronavirus, como lo reveló el informe completo sobre su autopsia.
Desde que el Covid-19 se elevó a categoría de pandemia y concentra la atención de gobiernos y organismos en todo el mundo, en Estados Unidos la tasa de desempleo podría alcanzar el 25%, mientras que los contagios y muertes relacionados al virus crecen de manera escalofriante: más de 1 millón 900 mil casos y más de 100 mil fallecidos.
La salud no es prioridad en la cuna del capitalismo financiero, tampoco los bolsillos de las clases medias y bajas. Pero la guerra, base que sostiene el poder económico de Washington, sí lo es, y por eso no hay nada de extraño en los gastos militares que hace el gobierno federal, aunque esto no le garantice volver a las épocas de gloria de un mundo unipolar.
El gasto en defensa (ataque) militar que se destina al Pentágono ronda los 740 mil millones de dólares anuales. Se dice que, ajustando las diferencias por la inflación, ese presupuesto es más alto que el de “defensa del presidente Ronald Reagan, construida para ganar la Guerra Fría”.
Sin embargo, ese valor no es expresión completa del derroche en recursos para alimentar al complejo militar-industrial, donde se amalgama gobierno y sector privado, en este último siglo de conflictos en el Medio Oriente.
Según Willis Krumholz,miembro de Defense Priorities,“sin contar el gasto del Departamento de Seguridad Nacional, el costo total de estas guerras ha sido de más de 5 billones de dólares desde 2001. Eso es el 25% de nuestra deuda nacional”.
No hay que dejar de recordar que Estados Unidos tiene una deuda pública que supera el 100% de su PIB.
Los países que capitanean el bloque multipolar, China y Rusia, tienen un gasto militar al año de 250 mil millones de dólares y 60 mil millones de dólares, respectivamente.
No hay indicios de protestas masivas reclamando que esa distribución ponga en riesgo la seguridad de la población en sus territorios, o la de otras en el extranjero, por más que los medios occidentales construyan falsos relatos que encubran las dimensiones de las acciones militares estadounidenses.
“Los Estados Unidos están ahora comprometidos con una guerra sin fin, y un intervencionismo sin fin, a la señal de cualquier situación con combustible en cualquier parte del mundo”, escribe el analista de relaciones internacionales Akhilesh Pillalamarri.
Es el ataque permanente a los países árabes productores de petróleo, pero también lo es las sanciones contra Irán, la guerra comercial y cultural contra China, los choques indirectos contra Rusia atacando a sus aliados, o el acoso sistemático a las instituciones de Venezuela, pagando planes golpistas o manteniendo el bloqueo a su economía.
Son intervenciones foráneas que han sido invariables a los cambios de administración del último siglo. Tanques de pensamiento estadounidenses, como el Instituto Cato, señalan la urgencia de “moderar” esa doctrina de guerras sin control, demostrando su insostenibilidad a mediano plazo.
Tal vez no tendría mayor trascendencia si los golpes hacia afuera no estuviesen sintiéndose casi con la misma intensidad puertas adentro. El siglo pasado, con la Guerra de Corea de los 50, la Guerra de Vietnam de los 60, invasiones en Guatemala, Vietnam, Panamá y Granada, bombardeos en Yugoslavia, Washington siempre encontró una forma de justificar ocupaciones militares bajo supuestos fines nacionales.
Estos conflictos extranjeros, todos cuestionables, costosos y sin ningún rédito para las mayorías norteamericanas, quedaron fuera de la vista de la sociedad gringa. No así las consecuencias que se vinieron acumulando en la propia situación política y social del país, y que ahora revientan entre virus, crisis económica-social y terrorismo policial.
Los recursos que se devora la defensa militar para cumplir este objetivo son los que dejan de percibir los estadounidenses en bienes tan fundamentales como la salud.
Los gastos domésticos se fueron en construir estructuras de opresión que ahora están viviendo su momento estelar reprimiendo a las protestas, que parecen salirse del frágil control que tenía el gobierno federal hace unas semanas, mientras puertas afueras Washington sigue con la pose de policía del mundo, menos creíble que hace unos años atrás.
La Casa Blanca ha demostrado que la agenda de las élites está por encima de cualquier necesidad o reclamos de los ciudadanos, sin importar si está Donald Trump al frente o un representante del ala demócrata en el poder.