Los gobiernos de Argentina, Bolivia y Colombia pasan por diferentes tipos de crisis coyunturales de gobernanza. Estos países tienen el común denominador de estar formados por coaliciones y liderazgos de izquierda y progresistas.
Tratándose de Argentina, el Frente de Todos permitió desalojar a Mauricio Macri del poder, pero ha recibido un país económicamente confiscado y altamente condicionado por el Fondo Monetario Internacional (FMI). El gobierno del moderado Alberto Fernández tiene una disputa abierta y múltiple con el frente judicial de la derecha de su país, al punto de la aplicación de claras prácticas de lawfare contra su compañera de fórmula y líder legítima del kirchnerismo, Cristina Fernández.
Además de gestionar difícilmente un gobierno en gran medida maniatado, la coalición imperante también se sumergió en importantes diferencias internas en razón del problema económico, que han propiciado una pérdida de cohesión en el mando político y pérdida de tiempo valioso.
En el caso de Bolivia, el otrora ministro de Economía Luis Arce, ahora presidente, ha liderado el país y protagoniza una disputa con el líder histórico del Movimiento al Socialismo (MAS), el presidente derrocado Evo Morales Ayma. Arce ha sido caracterizado por su moderación y su perfil técnico, pero su gobierno es señalado de estar conformado por una nueva élite socialdemócrata, mientras que Morales se ha situado nuevamente como dirigente de base en el trópico boliviano, alentando en las organizaciones sociales los distanciamientos con Arce.
Los enfrentamientos entre ambos líderes no han parado y de facto parecen estar dividiendo el MAS, desdibujando el proceso que lideró Morales en un contexto político muy adverso. Bolivia ha sido blanco sucesivo de un furibundo y abierto golpismo que la derecha en ese país ha logrado aprovechar al máximo.
Colombia, por su parte, ha tenido al novísimo gobierno de Gustavo Petro. Pero ha estado sujeto a turbulencias y cambios en el gabinete y en el círculo alrededor del mandatario. En solo 10 meses de gobierno ha despedido a 17 altos funcionarios. El caso de Armando Benedetti —exembajador colombiano en Venezuela— y Laura Sarabia —exjefa del Gabinete de la Presidencia— está en el top de la política colombiana, posiblemente abriendo las puertas a la judicialización contra Petro, y debilitando la coalición de gobierno y, por ende, su gobernanza.
Petro ha denominado los eventos como un "golpe blando" en su contra, pero admitiendo errores entre su círculo, no solo político sino también familiar.
La cuestión intrínseca del "poder"
Es importante hacer una distinción sobre estos tres gobiernos. No se trata de revoluciones políticas, se trata en realidad de gobiernos de tipo reformista-progresista, desde el espectro político de la izquierda y la social-democracia.
Cada uno, de acuerdo con las propias condiciones delineadas en sus ofertas políticas, ha propuesto "cambios", siendo el más creíble —por el contexto— el gobierno de Gustavo Petro, por dar pasos concretos contra la vieja tradición política e institucional que ha regido su país.
No así el caso de Arce, quien heredó una revolución que había sido temporalmente frustrada por golpismo; ni Fernández, quien representa la reedición del peronismo-kirchnerismo una vez más en el gobierno.
El caso de estos países, y otros que desde hace poco están siendo gobernados por partidos y grupos del espectro de izquierda, impone necesarias preguntas: ¿Qué sentido estratégico tienen estas coaliciones políticas al lograr la toma de los gobiernos? ¿Existe una visión a largo plazo? ¿Cuál es su noción sobre la toma del poder? ¿Están construyendo condiciones objetivas para un cambio profundo en la estructura política y social de sus países?
Son preguntas necesarias porque la respuesta a ellas arrojaría los puntos cardinales donde se originan las crisis que están en curso, pero además permitirían explicar la forma en que se han delineado estas coaliciones en el ejercicio del gobierno y la forma en que están lidiando con sus crisis propias y fabricadas por sus adversarios.
América Latina podría ser el espacio político donde la primera fuerza es la del descontento. Es decir, las oleadas y reversiones de gobiernos de izquierda y derecha en nuestros países podría ser sintomático de que en realidad la insatisfacción es contra el ordenamiento político-institucional labrado durante décadas, aunado a las inconformidades gestadas por el andamiaje económico formulado y timoneado por los social-demócratas y reformado por los neo-liberales.
El ciclo político parece ser el de la rueda del hámster, el de creer que se está corriendo y no se llega a ninguna parte.
Excluyendo los casos de Cuba, Venezuela y Nicaragua, países con revoluciones políticas delineadas por sus contextos históricos, los espectros de izquierda, coaliciones y líderes siguen ofreciendo "cambios", pero dentro del sistema de reglas políticas, institucionales y culturales del orden vigente.
No se trata de movimientos políticos verdaderamente dispuestos a desmembrar el status quo dominante en sus países. Por ello en muchos casos no han logrado proyectos políticos significativos. Esta afirmación excluye a Bolivia, país donde el MAS sí logró labrar una política repleta de sentido, aunque hoy vaya en camino de desdibujarse.
Lo importante en este sentido son las interpretaciones sobre el "poder" político como nudo central del cambio social. De él derivan todas las bifurcaciones económicas, sociales y culturales que implican un "cambio" creíble en los países.
Es evidente que, en realidad, algunas coaliciones de izquierda solo están dispuestas a asumir los cargos de dirección para hacer la "buena gestión" en el ejercicio del gobierno como expresión concreta del Estado, pero no están dispuestas a refundarlos, crear nuevas formas de gobierno, superar las viejas institucionalidades y transformar la estructura de "poder" como constructo político.
En consecuencia, estas fuerzas políticas de izquierda se inhabilitan a sí mismas de las facultades para generar virajes sustanciales en sus sociedades, sin contar con que algunas de sus reformas, por modestas que sean, son constantemente boicoteadas, paralizadas e incluso frustradas por las derechas y sus estructuras ya consolidadas en la misma institucionalidad o fuera de esta.
Como consecuencia, y por los propios metabolismos del poder, una vez ausente toda política disruptiva estos movimientos, partidos, líderes y coaliciones pasarían a formar parte del status quo y las aspiraciones populares a la larga se verán frustradas.
En ese escenario el partido del descontento seguirá siendo el más importante en la región. Pero reconociendo que el marco político-democrático como hoy lo interpretamos está dando rasgos de un claro agotamiento, es posible que terminen siendo las fuerzas de ultraderecha las que terminen generando propuestas disruptivas y se impongan desde promesas de "cambios profundos" en la sociedad y logren instaurar su marco lógico.
De acuerdo con lo anterior, está el caso de Jair Bolsonaro en Brasil, quien por ahora resultó efímero como fuerza en el gobierno. Pero también conviene mencionar el caso de Nayib Bukele en El Salvador, donde su transformación del poder está tomando forma de largo aliento.
Superar los rediles político-institucionales
De acuerdo con Michel Foucault, el poder no es algo que posee la clase dominante. Foucault postula que no es una propiedad sino que es una estrategia. Es decir, el poder no se posee, se ejerce. En tal sentido, sus efectos no son atribuibles a una apropiación sino a ciertos dispositivos que le permiten funcionar plenamente.
En otras palabras, el poder es un constructo político el cual es practicado. No es un bien en sí mismo, es en realidad un andamio para el ejercicio de las relaciones sociales.
Esto implica que una fuerza política tendrá cualidades transformadoras de la sociedad en la medida en que logre superar el marco normativo tal como ha existido y sea capaz de proponer y construir uno nuevo, lo cual implica romper los rediles político-institucionales vigentes para construir otros.
Ese es el meollo de las revoluciones políticas, pues imponen un marco de coordenadas muy distintas a las que proponen los gobiernos social-demócratas o de izquierda moderada que pretenden hacer ejercicio únicamente del gobierno, de manera circunstancial, aunque prometan "cambio" político.
Volviendo a América Latina, no coincidencialmente la región está repleta de lugares comunes. Por ejemplo, que en un determinado país una coalición de izquierda y partidos social-demócratas ganan el gobierno, luego son vilipendiados mediáticamente, se vuelven centro de escándalos auto-infligidos o fabricados. Sus congresos impiden reformas, pero aunque cuenten con mayoría estas resultan superfluas. Son judicializados, o en algunos casos son derrocados mediantes golpes blandos de apariencia institucional.
Pero en caso de continuar en el gobierno, algunos líderes no pueden reelegirse por razones constituciones que lo impiden. Inclusive en caso de optar a reelección, van a las urnas con sistemas electorales adversos, con otros poderes en contra o con estructuras de poder fáctico en contra, para luego terminar perdiendo el gobierno, quizá con la esperanza de regresar bajo una denominación más moderada en unos cuatro o cinco años.
Del lado de la derecha la historia no es tan distinta. Un partido de derechas gana el gobierno, se impone sobre las instituciones, controla el parlamento, el judicial, la estructura de poder completa, pero no cambia nada. Otro partido de derecha o social-demócrata denuncia al presidente por corrupción, factores de poder fáctico se alinean a otro político tradicional que les promete privilegios y hay un cambio de gobierno.
El poder pasa a unas siguientes manos pero en el mismo cuerpo político. Transcurre la "continuidad" o la "alternancia democrática", pero nada cambia. El presidente, los congresos corrompidos o los jueces comprados siguen cumpliendo labores en gobierno para la élite y todos miran a Estados Unidos como centro de las decisiones.
Si no estás en Cuba, Venezuela o Nicaragua, da igual cuando leas lo anterior. Es la misma historia desde el Río Grande hasta la Patagonia.
Este ciclo político tiene mucho que ver con la configuración de los sistemas de gobierno diseñados a la sombra del sistema interamericano, creados para que nada realmente cambie.
Hay claras particularidades entre los problemas en Argentina, Bolivia y Colombia. Entre ellos, solo Bolivia cuenta con las facultades institucionales mínimas para resolver sus problemas de gobernanza, tan solo mediante la unidad genuina y orgánica de sus líderes. El caso de Colombia sigue siendo incipiente, pero no hay a la vista una reforma profunda al funcionamiento del Estado. Argentina, por su parte, está aún más lejos de tal posibilidad, e incluso, hoy no hay condiciones para afirmar que habrá un nuevo gobierno del Frente de Todos.
El único denominador común en los problemas de gobernanza que hay en estos tres países es que se trata de procesos que no están apostando a una política de sentido profundo y más bien su praxis se está vaciando mientras intentan sostenerse.
Es necesario recalcar que asumir el ejercicio del gobierno no es en esencia la toma del poder real.
Si estas fuerzas políticas y otras en el espectro de izquierda de la región latinoamericana realmente apostaran a transformaciones genuinas acorde con las realidades de sus países, tendrían que acudir a métodos profundos para intervenir, subvertir y gobernar sobre los dispositivos que permiten el ejercicio de poder en su dimensión real.
En estos tiempos de alta turbulencia en la región, los gobiernos están obligados a hacer política o perecer en el intento. Hacer política con atrevimiento con vistas a impulsar cambios a plenitud, lo cual podría resignificar el arte del gobierno y elevar la apuesta en estos países para imponer la agenda, estremecer el cuadro de fuerzas, incidir sobre la realidad y resolver los problemas de fondo de la gobernanza diseñada en el agotado sistema representativo liberal, que se superpuso en nuestros países como manual para gobiernos.
Solo desde el marco de posibilidades que ofrece la transformación diametral del poder es posible proveer a la sociedad de cambios profundos, reales y con posibilidades de ser duraderos.
Es ello, o seguramente mimetizarse con el status quo, lo cual es también perecer en el intento. No hay tantas opciones.