Dom. 10 Noviembre 2024 Actualizado ayer a las 8:39 pm

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El caso de Castillo, por las condiciones políticas, formas de desarrollo y ejecución progresiva representa la zona cero del golpe parlamentario (nutrido por el lawfare) latinoamericano (Foto: Paolo Aguilar / EFE)

Cómo comprender la caída de Pedro Castillo en Perú

En cuestión de pocas horas, el destino institucional de Perú ha vuelto a torcerse. Ciertamente, tratándose de la nación andina, ya es costumbre que los presidentes, en medio de una crisis política e institucional que se agrava con el tiempo, tengan una fecha de caducidad de corta duración. No obstante, lo ocurrido el día de ayer con la destitución del presidente Pedro Castillo mediante una moción de vacancia del Congreso, posterior al intento del mandatario de disolver el Parlamento, es peculiar incluso para el inestable contexto peruano: Castillo era un presidente electo por la ciudadanía, por ende su salida del poder tiene una significación política más profunda, y desde 1992, año en que Alberto Fujimori ejecutó un autogolpe, no había ocurrido un movimiento de cierre del Congreso.

Repasemos rápidamente los acontecimientos. Para el día de ayer, 7 de diciembre, estaba pautada la votación de una nueva moción de vacancia contra el Presidente en el Congreso "por incapacidad moral". Era el tercer intento de destitución en tan solo 16 meses que lleva el gobierno de Castillo. La maniobra formaba parte del bloqueo institucional sistemático e integral del Congreso hacia la gestión de Castillo desde el primer día que asumió formalmente el poder, lo que había incluido la restricción de acciones básicas del mandatario como la solicitud de viajes al exterior para asistir a eventos internacionales, la implementación de proyectos institucionales y la admisión de su gabinete.

Esta tercera moción, que reforzaba y ampliaba el argumento de las dos anteriores, se centraba en acusaciones de “corrupción” contra Castillo mediante indicios débilmente probados, lo que claramente apuntaba a profundizar la metodología del golpe parlamentario a través de un relato anticorrupción previamente propalado por los principales medios de comunicación. Para llevar a cabo la destitución, el bloque parlamentario de derecha, en confrontación abierta contra el gobierno de Castillo, debía alcanzar un mínimo de 87 votos, una sumatoria que, en vista de los apoyos que tuvo el pedido de procedimiento semanas atrás, aprobado con 73 votos en total, resultaba difícil de conseguir. Era altamente probable que, como en las dos mociones anteriores, la derecha no lograra conseguir los votos suficientes para aplicar la medida y desalojar a Castillo del poder.

En medio del proceso de admisión de la tercera vacancia, ya Castillo enfrentaba una nueva crisis en su propio gabinete tras una acción del Tribunal Constitucional. A mediados de noviembre, la Mesa Directiva del Congreso rechazó la cuestión de confianza presentada por Aníbal Torres, en ese entonces presidente del Consejo de Ministros; sin embargo, el asunto no fue discutido en la plenaria. El gobierno de Castillo interpretó esto como un rechazo, pero el Tribunal Constitucional hizo lo contrario y dictó una medida cautelar al Congreso para así desautorizar dicha interpretación. El fuego cruzado produjo la renuncia de Torres a su cargo y el ascenso de Betssy Chávez, quien se convirtió en la quinta persona en asumir la Presidencia del Consejo de Ministros en el breve periodo presidencial de Castillo. Hasta la admisión de la tercera moción de vacancia, el Congreso no había discutido el nombramiento de Chávez.

El rechazo a la cuestión de confianza, interpretada por el gobierno como efectiva en noviembre, en una opinión divergente frente al Tribunal Constitucional, es un aspecto importante de la crisis política e institucional, ya que, en caso de que se produjera un nuevo rechazo, esta vez hacia Betssy Chávez, la Constitución peruana autorizaba a Castillo a disolver el Congreso de manera legal, en virtud de los artículos 133 y 134 de la carta magna. Por esta razón, la acción de Castillo fue calificada como violatoria de la Constitución.

Antes de hacer presencia en el Congreso para enfrentar la moción de vacancia, Pedro Castillo, a través de un mensaje en cadena nacional, anunció la disolución temporal del Parlamento peruano, como paso previo a la convocatoria de una elección para elegir un nuevo Congreso con facultades constituyentes para elaborar un nuevo texto constitucional. De esta manera, Castillo se abrogaba la autoridad de gobernar por decretos ley mientras ocurría la convocatoria, e informó que se impulsaría la reorganización del "sistema de Justicia, Poder Judicial, el Ministerio Público, Junta Nacional de Justicia y el Tribunal Constitucional".

Al cierre de este mensaje, las renuncias en masa de figuras de su gabinete comenzaron bajo el pacto narrativo de que Castillo había incurrido en un golpe de Estado. Los ministros de Economía y Finanzas, de Trabajo, de Justicia y Relaciones Exteriores, fueron algunos de los primeros en anunciar su dimisión al gobierno de Castillo. Su propia vicepresidenta, Dina Boluarte, aseveró que la acción del presidente era inconstitucional y constituía un golpe de Estado. Por otro lado, el Comando Conjunto de las Fuerzas Armadas del Perú y la Policía Nacional publicaron un comunicado donde rechazaron el movimiento de Castillo, a través de una retórica algo ambigua, pero que tampoco dejaba espacio para la duda.

Posteriormente, en desafío a la maniobra presidencial, el Congreso avanzó en la votación de la moción de vacancia que, ante el cuadro de consenso alrededor de la tesis del golpe que suponía el intento de disolución de Castillo, alcanzó los votos suficientes para definitivamente destituir al mandatario, con 101 votos a favor, 6 en contra y 10 abstenciones en total. Posteriormente, ya dado oficialmente este paso, el Congreso convocó a la plenaria a la vicepresidenta Dina Boluarte para que fuese juramentada como presidenta de la República del Perú, siguiendo la línea de sucesión establecida por la Constitución. En medio de esta situación de incertidumbre y caos político, Castillo fue detenido y llevado a la prefectura de Lima, un acto simbólico pero también de fuerza con el que quedó definitivamente derrumbada su presidencia.

Caracterizar con precisión lo que ha ocurrido en Perú en las últimas horas requiere de una lectura alejada del análisis binario, pues, más bien, el cuadro de crisis institucional ubica los factores orgánicos de su agravamiento y profundización en una escala dinámica de grises y, a su vez, compleja.

Hay que comenzar afirmando que Pedro Castillo sufrió, desde el mismo momento en que asumió la presidencia, una obstrucción intensa a su gestión bajo una modalidad de golpe parlamentario en cámara lenta y escalada. Los obstáculos impuestos por el Congreso para restringir su margen de maniobra y la ejecución de una gestión regular al frente de su cargo iban en ascenso, y ya la maniobra de una tercera moción de vacancia, en un corto lapso de 16 meses, expresaba la voluntad de la oposición parlamentaria de paralizar el juego político e institucional hasta llevar a Castillo al desgaste extremo, inhabilitando de facto su capacidad de ejercer el gobierno.

Más allá de lo estrictamente procedimental, la actuación del Congreso en todo este tiempo no puede caracterizarse como ajustada a derecho. Incluso, la propia configuración legal y narrativa de la tercera moción estaba alimentada por suposiciones, acusaciones no probadas de corrupción y señalamientos políticos improvisados que simulaban, forzadamente, un panorama de desgobierno y supuesta incapacidad para llevar el gobierno. Nunca existió un elemento de gravedad institucional que justificara los múltiples intentos de destitución acorde a la Constitución peruana. Todo lo contrario: el Congreso extralimitó sus facultades y, mediante una interpretación tergiversada de la Constitución, ajustada a sus intereses de cristalizar un golpe seco contra Castillo, se movilizó para forzar el fin de su mandato.

Una suposición contraintuitiva puede clarificar el panorama en este punto. Si Castillo evitaba cerrar el Congreso el día de ayer, muy posiblemente la moción de vacancia hubiese fracaso. Sin embargo, a sabiendas de esto, ya la oposición se alistaba para llevar a cabo una nueva moción y otros recursos de obstrucción. Es decir, el cuadro de desgaste prolongado, la mecánica del golpe parlamentario, iba a continuar sin mayores cambios, logrando bloquear a Castillo. Este, de no haber tomado la decisión de ayer, probablemente hubiera salvado su mandato, pero sobre la base de las mismas condiciones de acoso, hostilidad y bloqueo sistemático de su mandato.

Castillo nunca pudo ejercer su presidencia en el estricto sentido de la palabra. Así que su horizonte político e institucional, desde el principio, estaba marcado por el caos, la inestabilidad y la lógica de desgaste progresivo. No tomar la decisión de cerrar el Congreso no implicaba cambio alguno, en el entendido de que el Congreso ya había logrado degradar su estatura institucional como presidente.

Incluso, el Congreso podía rechazar la confianza de Betssy Chávez, a través de la Mesa Directiva, aprovechando la medida cautelar del Tribunal Constitucional. De esta forma, podía seguir induciendo crisis y renuncias en el gabinete de Castillo, paralizando de facto su gestión de gobierno, sin exponerse a que el presidente pudiera disolver el Congreso y convocar elecciones, como indica la Constitución.

El golpe parlamentario en cámara lenta, amparado por el Tribunal Constitucional y otras ramas del Estado, no había logrado consumarse de forma oficial, pero sí había logrado buena parte de sus objetivos: inhabilitar a Castillo. Faltaba el sello de su destitución, el cual podía esperar el tiempo que hiciera falta una vez se iban logrando objetivos intermedios: derrocarlo del poder de manera escalonada.

Castillo, forzado por esta circunstancia, y probablemente precipitándose ante un escenario de hostilidad, acoso y desbocamiento por su derrocamiento, decidió cerrar el Congreso como una forma de resolver la crisis política e institucional.

La acción se enmarca dentro de la categoría del "autogolpe", pero esa aseveración debe reconocer, obligatoriamente, que fue llevado forzadamente a ese escenario, en vista de que era cuestión de tiempo para que se concretara su destitución por la vía de la vacancia o por la vía de la disolución del Congreso, en medio de una batalla campal con el Tribunal Constitucional por la interpretación de un segundo rechazo a la nueva presidenta del Consejo de Ministros, que seguramente sería favorable al Congreso y dejaría inhabilitado a Castillo para cerrarlo, con lo cual se desarrollaría un episodio de disrupción constitucional calcado al de ayer.

A modo conclusivo, dos procesos ocurrieron: por un lado, el golpe parlamentario en escalada que ya había conseguido producir un vacío institucional de la figura presidencial de Castillo y, por otro, el intento de "autogolpe" que terminó de precipitar las condiciones políticas, psicológicas y narrativas para una destitución justificada dentro de un movimiento de vacancia viciado, de perfil golpista, repleto de fragilidades legales, abuso de recursos y tergiversaciones a la propia Constitución.

En definitiva, el caso de Castillo, por las condiciones políticas, formas de desarrollo y ejecución progresiva representa la zona cero del golpe parlamentario (nutrido por el lawfare) latinoamericano, un recurso que desde la administración de Barack Obama viene tomando estatus de tradición política golpista, inscrita en la caja de herramientas de las élites políticas y económicas para derrocar mandatarios, sustituyendo la violencia de la represión armada por la legal e institucional, a gobiernos de orientación popular que difieren de sus intereses estratégicos.

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