La aparición del Covid-19 ha reconfigurado, entre otras cosas, el mapa de las relaciones geopolíticas. Desde su aparición han ido cayendo los elementos para que China se convierta en el nuevo enemigo existencial de los Estados Unidos.
Así como la figura del héroe en la ficción se construye a partir del enfrentamiento y vencimiento de otro sujeto antagónico, en el plano geopolítico el país norteamericano históricamente ha constituido y reafirmado su imagen a partir de las tensiones y rivalidades con otras naciones, hecho que sin duda alguna tiene implicaciones tanto internas como externas.
¿Razones para temer a China?
Y si se dice que se completan los elementos es porque desde hace algunos años se ha venido intensificando la rivalidad contra China a través de una guerra comercial. Este conflicto fue más evidente en marzo de 2018 cuando Estados Unidos impuso aranceles por 50 mil millones de dólares a la República Popular y ésta, como respuesta, aplicó la misma medida a más de 128 productos estadounidenses, incluyendo en particular la soja, una de las principales exportaciones estadounidenses al país asiático.
El crecimiento económico sostenido de China en los últimos años ha hecho que sea un fuerte competidor a nivel global. Al menos en el campo tecnológico y de las telecomunicaciones Estados Unidos no tiene la infraestructura ni el desarrollo para competir con los asiáticos. Ante la creación por parte de la multinacional china Huawei de la tecnología 5G, por ejemplo, Estados Unidos no tuvo otra alternativa que boicotear dicho lanzamiento.
El año pasado, la Casa Blanca incluyó a la compañía china en una lista de empresas con las que se prohibía hacer negocios. Esto implicaba que Huawei dejaría de recibir actualizaciones de Android a través de Play Store y Gmail, todos servicios de Google LLC. De todas las guerras en las que participan los norteamericanos para mantener su hegemonía, al menos en esta no resultó favorecido.
Que China sea un factor amenazante por su crecimiento económico, desarrollo tecnológico e influencia en el plano geopolítico, y con ello se desplace su hegemonía, es motivo suficiente para que Estados Unidos lo precise como una “amenaza existencial” según su establishment político y militar.
La culpa es de otros
No es la primera vez que Washington construye la figura de un enemigo; la diferencia es que la nación asiática cuenta con elementos necesarios para erigirse no solamente como un adversario simbólico.
Anteriormente este lugar lo ocupó la Unión Soviética en los tiempos de la Guerra Fría, así como el Islam a principios de este siglo y Rusia en la última década.
Uno de los elementos que constituyen la construcción del “enemigo existencial” de Estados Unidos es la culpabilidad que tiene este de todos los males Imperio adentro y su amenaza latente. Antes de China, por ejemplo, se alimentó el sentimiento anti-Rusia a través de una narrativa política y mediática propalada por el “estado profundo” en la que se señalaba la intervención del país euroasiático en las elecciones de 2016, donde resultó vencedor Donald Trump.
El argumento usado en esa oportunidad fue un supuesto entramado de espionaje por parte del Kremlin para influir en dichos resultados. Según la lógica estadounidense, el responsable de la derrota de Hillary Clinton fueron los “hackers” rusos y no la actuación fraudulenta de la política del Partido Demócrata y el uso “populista” de la retórica trumpiana. En este caso la responsabilidad de la crisis política de Estados Unidos fue endosada a Rusia.
Es una constante que se busque la manera de situar el foco sobre otros para ocultar las crisis políticas, económicas y sociales. El responsable de los problemas de ese país siempre será otro: el enemigo del momento.
Los efectos
Actualmente, el foco de la pandemia se ubica sobre Estados Unidos y obviamente la culpa la tiene, cómo no China, el nuevo enemigo.
Según esta línea, Beijing es responsable de que Washington no haya tomado las medidas a tiempo para contener el avance de la pandemia, aun cuando ya existía la experiencia china como ejemplo y en Europa los estragos causados por el Covid-19 eran un espejo.
Incluso funcionarios y epidemiólogos estadounidenses habían estado en China antes de que se diseminara el nuevo coronavirus hacia otros puntos del planeta, lo que dio suficiente tiempo a la Casa Blanca y el Congreso gringo para reaccionar a tiempo ante la pandemia. Pero decidieron no hacerlo.
Que los primeros casos se hayan registrado en la ciudad china de Wuhan, en la provincia de Hubei, contribuyó a que aumentara la proyección negativa de China al ser catalogada como “la cuna del virus” y el presidente Trump se refirió al coronavirus como el “virus chino”. Al menos en la población estadounidense el estigma ha tenido efectos, en una sociedad que necesita de chivos expiatorios para ocultar los efectos negativos de un sistema oligárquico vendido como la última de las maravillas de la modernidad.
Una vez que se crea el enemigo externo es más fácil justificar las acciones internas para la búsqueda de un “bien común”, aunque esto implique un sacrificio amparado en la evocación de un espíritu nacional contra la amenaza. Con esto es muy probable que se culpe a China de la debacle económica del país norteamericano por venir, que se adelanta y profundiza los estragos que deja la pandemia.
En ese contexto, en el mundo ya empiezan a sentirse los efectos del sentimiento sinofóbico. Así como posterior a la caída de las Torres Gemelas en 2001 se despertó el sentimiento anti-árabe mediante la propaganda neoconservadora, con el Covid-19 ha crecido la aversión contra la comunidad asiática con consecuencias violentas.
Recientemente, una encuesta reveló que la xenofobia no solo aumentó en la población históricamente nacionalista en Estados Unidos, generalmente ligada a los republicanos, sino también entre los demócratas, mayores de 50 años, graduados universitarios y sectores con menos formación. El sondeo del Centro de Investigación Pew registra que ahora el 66% de los estadounidenses rechaza a los chinos, refiere el economista e investigador Stephen Roach.
Con el Covid-19 Estados Unidos ha jugado torpemente en la carrera por la influencia en la política global. Si bien todo apunta a que hay una guerra fría velada, el país norteamericano en vez de pelear por mantener su hegemonía parece encerrarse y aislarse, acorde a las prerrogativas programáticas del presidente Trump (“Make America Great Again”).
Al retirarse su apoyo a organismos multilaterales como la Organización Mundial de la Salud, con la excusa de que esta fue cómplice de China al supuestamente ocultar cifras reales de contagios, el país asiático ha ido ocupando espacios con el envío de insumos médicos a otros naciones azotadas por el coronavirus.
Que el enemigo construido no sea occidental hace que el discurso contra ese elemento sea aún más radical. Este enfrentamiento simbólico se exacerba en tanto que se enfrentan figuras antagónicas por el solo hecho de desconocer otras dinámicas sociales, tal es el caso con las expresiones culturales de China así como el Islam, en Medio Oriente.
Todo indica que en esta nueva Guerra Fría gana, no quien muestre el mayor poder de fuego, sino quien influya más en el plano geopolítico y geoeconómico. Por otra parte, si se toma como ejemplo la actuación de los países implicados en cuanto a la atención de su propia población y en la política externa antes de la expansión de la pandemia, China había ganado esta guerra.