Un profesor de historia de la maestría, del que he aprendido mucho en los últimos años, decía que, contra la convención y lo que suele pensarse sobre el estudio del pasado, la obsesión de la historia como disciplina era el presente. También me dijo en par de oportunidades, a modo de complemento de lo anterior, que cada vez quedaba menos interés en explorar los periodos y la carga vital del siglo XIX venezolano. Es ese tipo de ideas que se anidan en el cerebro, a veces sin hacerlo consciente en el primer instante, y que luego terminan reapareciendo de diversas formas hasta llegar al punto de condicionar la manera en la que se piensa la realidad.
El apunte autorreferencial no es una declaración de que uno, u otros, llegan a la verdad absoluta porque determinada idea apareció para luego transformarse en algo diferente; es más bien un hecho que, en lo personal, me ha confirmado que la utilidad de nuestro legado como país, incluyendo todo lo bueno y todo lo malo que podemos tener a mucha honra, depende de la selección, arbitraria como todas, que hagamos hoy, en este preciso instante.
Estas inquietudes llevan años rodeando mi cabeza, a veces de forma intensa y obstinada, y otras como un paisaje tranquilo que está ahí para uno ubicarse en tiempo y espacio cuando la ansiedad golpea y confunde. En algunos trabajos he vertido dichas preocupaciones, pensando más en las dinámicas del imperio (click aquí si quiere ver algo de este esfuerzo de investigación), pero ciertamente la coyuntura, el golpismo llevado a la psicopatía y el remedo o el despedazamiento del patrimonio de mis hijos y de los hijos de mis hijos en forma de deuda externa o saqueo de Monómeros y Citgo, lo deja a uno con ciertas deudas que deben ser saldadas sobre temas que se pierden en un presente que se diluye a una velocidad pasmosa. No tengo hijos, valga la aclaración personal, pero pienso en los que van naciendo, y los que ya están entrando a la adolescencia, y a uno se le hace un nudo en el pecho, porque lo que pase en estos años determinará su futuro.
En definitiva, este abreboca viene a cuento por el mensaje anual de Maduro ante la Asamblea Nacional elegida, para pesar del G4, el pasado 6 de diciembre de 2020, con una mayoría más que favorable al chavismo. Tampoco diré que ríos de tinta han corrido, pero el foco del discurso, o mejor dicho el análisis de lo que dijo el Presidente desde la tribuna, ha estado centrado en el ámbito económico, las cifras y en esa luz al final del túnel que nos muestra, por primera vez en casi una década, a un país ya no repleto de números rojos e indicadores negativos, y cuya existencia fue causa de las tempestades políticas, económicas y prebélicas desde 2013 en adelante. El camino hasta este punto empezó con mayor coherencia en 2018, utilizando las palancas institucionales existentes, como el estado de emergencia económica, ya operativo desde 2016, así que es coherente y más que lógico que sea el tema más comentado, pues hemos vivido un tiempo de fragilidad, duelo familiar por la migración y crisis profunda en los aspectos más concretos de la vida cotidiana.
Dirían los especialistas que la política, en tiempos de posmodernidad, es solo discurso, puesta en escena; los más extremistas, en cambio, opinarían que la interlocución con una realidad bastante cruda se rige por los dogmas. Ahí tendrían un problema con Hannah Arendt en La condición humana, quien piensa que el discurso y la acción van de la mano, y que, sin ambas, es imposible pensar la política, las instituciones y el sentido común que nos hemos dado dentro (o más bien, afuera, pero caminando en el límite) de la modernidad.
No obstante, la política también son impresiones que expresan una idea de voluntad general (la piedra angular de Rousseau, un potente crítico del mundo moderno que se abría reventando todo lo dejado atrás). Son percepciones, relato y clima social. Si lo llevásemos a una escala bastante simple en la naturaleza, haciendo una simplificación absoluta, podríamos decir que empieza a salir un poco el sol, todavía no suficiente para que arrope a todo el mundo con la misma luz e intensidad, pero el diluvio del peor momento parece estar cesando. Podría incluso decirse que las maniobras no dogmáticas, sino bastante pragmáticas tomadas por el gobierno dirigidas a flexibilizar la circulación del dólar, profundizan la debacle de un tal llamado Guaidó, olvidado por la prensa y sostenido por el puro y descarado robo a la nación.
La recuperación, y no soy quién para afirmar si es leve o generalizada, pero recuperación al fin, más allá de la tendencia a situarse en alguno de los dos extremos, diluye el golpismo en la manifestación a la que hemos estado acostumbrados en los últimos años. No será la última cepa que conoceremos, como la ómicron, hará daño hasta su extinción definitiva.
De todo lo expresado en el discurso, yo preferiría quedarme con la idea del renacimiento del espíritu original de la Patria, de los valores de Venezuela y del proyecto de Simón Bolívar. No establezco con esto un orden de importancia, solo destaco un aspecto intangible de nuestra psicología colectiva y formación como pueblo que resguarda una clave fundamental para nuestro destino inmediato.
Carabobo, plenitud https://t.co/GQzaleAaBi pic.twitter.com/VRsaR43kge
— MV (@Mision_Verdad) June 24, 2021
No faltará quien vea en esto una evasión y, en el caso más extremo, una proyección hacia el pasado que no nos dice mayor cosa ante una crisis enorme de los servicios públicos elementales. En estos años se ha conmemorado el Bicentenario de la Batalla de Boyacá y en 2021 el de Carabobo; están próximos el de Junín, Pichincha, Bomboná y el de Ayacucho en 2024. Es un ciclo donde tenemos una cita con la historia, con fechas muy significativas en lo emocional, y desde las cuales se desprenden un conjunto de virtudes, como el desprendimiento, el desinterés y el sacrificio, tan necesarios en tiempos donde el cinismo, en sus múltiples denominaciones, campea. Son fechas de celebración y los ritos de Estado lo acompañan.
Ahora bien, volviendo al inicio, en este presente decidimos, con arbitrariedad, con qué nos quedamos de nuestro pasado, a qué le damos prioridad y qué periodos tomamos como vitales más allá de las efemérides, repito, altamente significativas tratándose de sendos bicentenarios. Contrario a lo que se pudiese pensar, el pasado también tiene novedades, y encontrarlas depende de nosotros. No como un acto elitista, de elucubración teórica despegada de la realidad, no como una discusión de letrados, sino como un mecanismo para nuestra sobrevivencia inmediata.
De ese gran compendio de ensayos, reflexiones y artículos que dan forma a Lo afirmativo venezolano de Augusto Mijares, se desprende una ruta esencial que apunta hacia lo que digo. No es la historia de las grandes batallas de Eduardo Blanco, sino una más difícil de contar, hilvanar y expresar. Es la historia de las virtudes civiles, del desprendimiento y del desinterés de quienes fundaron nuestra República. El Libertador Simón Bolívar, Miranda, Revenga, Vargas, Cagigal, y otros tantos más, nos legaron un núcleo de virtudes y un modelo de comportamiento político ajustado a las necesidades de crear un proyecto de nación sobre nuevas bases. La nueva República necesitaba un encuadre moral y espiritual que aguantara los torbellinos de la conspiración, la intriga y la guerra civil, y lo lograron visto desde el largo plazo. Por esa razón se escriben estas líneas.
Rememorar la guerra es también una forma de socialización política y de la memoria colectiva, pues en el siglo XIX era ascensor social, fuente de prestigio y carrera política. El hecho militar también tiene su importancia en el proceso que lo marca antes y después, sin embargo, solemos quedarnos con el acto generoso de entrega sin ir más allá, cuando es justamente en lo menos espectacular donde radica una potencia política todavía por explorar.
Entonces es pertinente preguntarnos dónde encontrar utilidad en la historia de la que formamos parte orgánica. No se trata de sacar a pasear a Bolívar o Miranda demagógicamente, proclamarlo en una plaza y tarima o hacer un uso instrumental para beneficio personal; se trata de que los principios, escala de valores y códigos de comportamiento (la generosidad, el respeto y el desprendimiento, como dice Mijares) que marcaron nuestros primeros días como República independiente, sean parte trasversal en la construcción diaria del Estado, el Partido y demás instancias donde media lo político.
Tampoco es un tema de autocomplacencia o de competir en una batalla moralina, se trata de trabajar en los vínculos de solidaridad y en la interlocución directa con quienes ponen el lomo para seguir manteniendo este edificio. Es fundamental entender que ese modelo de conducta creó un vínculo poderoso entre la idea de República y el pueblo, que otorgó en el trascurso de nuestra acontecida historia el encuadre espiritual de la nación y la fuente principal de lo que la sociedad exige y reclama como razones para confiar y construir un proyecto, y para medir el éxito o el fracaso.